La apariencia
Una mañana despertamos, nos miramos al espejo y vemos el cuello hinchado, una joroba que sale de repente y que amenaza con crecer al ritmo en que la dosis de corticoides, va aumentando. De repente nos vamos a peinar y el cabello cae en cámara lenta al suelo; el cepillo de dientes se tiñe de sangre, unas manchas cafés se posan en las mejillas como si fuésemos una parodia de la Chilindrina. Llega el momento en que nuestra sensibilidad llega al límite: aquella blusa que tanto nos gusta, ya no nos queda, el estómago se ha inflado debido a la ciclofosfamida y las piernas están hoy llenas de ronchas rosadas que pican, que parecen explotar con el simple roce de los pantalones. Los pies duelen tanto esa mañana que no puedes ponerte zapatos cerrados, solo un par de sandalias te permitirán caminar ese día. Miras el reloj y notas que esa tonta rutina que has desarrollado toda la vida en diez minutos, hoy cuesta, y que ya pasó casi una hora desde que despertaste. Vas tarde al trabajo, pero nadie lo entenderá, ninguno de tus jefes entenderá por qué llegaste en chancletas y por qué te inventaste ese peinado cubierto de ganchos que te hace lucir ridícula e inapropiada para tu puesto de trabajo.
Una de las cosas que más me ha enseñado el lupus es que como mujeres, nacemos, crecemos y vivimos idealizando una apariencia física.
Los medios, las redes, toda la información que nos llega nos inyecta de alguna forma la idea de que, si el cabello no está lo suficientemente sedoso, con un corte de moda, con un tinte adecuado para nuestro color de piel, o si el busto no es de un tamaño proporcional a los glúteos con una cintura que permita ver que la blusa ceñida resalte un abdomen plano, no merecemos. Sencillo: desconexión total de esta absurda parte de la realidad y más conexión con lecturas y personas que vibren en nuestra misma onda.
¿Por qué nos cuesta tanto esta nueva versión?
Si en la vida se apreciara más la esencia, la batalla emocional causada en gran parte por los cambios físicos involuntarios que nos produce el Sr. Lupus, quizá fuera menor, menos dolorosa y sin tanto peso encima. He conocido mujeres con el diagnóstico que me han contado cómo sus parejas las humillan por ser más lentas al caminar, por pedir ayuda en labores del hogar que antes podían hacer por sí solas. Supe de otra, que por el sobrepeso ganado en dos meses por los corticoides, su esposo le decía que era fea.
Todos hemos vivido y crecido en un mundo de reglas, dividido entre lo bueno y lo malo, lo bonito y lo feo, lo correcto e incorrecto. Resulta que no éramos tan feas antes del lupus. El cabello enmarañado no era tan terrible, ni el acné de la adolescencia fue lo peor. ¡Pero de algo nos quejábamos!
Ese primer día en que nos vemos al espejo totalmente transformadas físicamente por un ser frío, calculador e invasivo llamado Lupus, es inolvidable. Me arriesgo a decir que todas lloramos, duramos semanas o meses odiando el momento frente al espejo, evitando salir a reuniones sociales, contemplando la idea de quedarnos en la cama todo el día y mirando fotografías en las que teníamos todo lo que hoy se nos ha quitado a la fuerza.
ACEPTACIÓN
Esta es la parte que más cuesta. Puede tardar años y todo depende de la disposición que se tenga para hacerlo. Aceptar que, aunque tener cabello es hermoso, se puede lucir un nuevo estilo cuando se cae. Que no importan las limitaciones que comenzamos a tener, sino las habilidades que empezamos a desarrollar.
Que los cambios físicos que nos trae inesperadamente el Sr. Lupus sean determinantes para frenar a quienes causan daño con sus palabras, a quienes solo destilan odio, mentira y negatividad. Que sean motivo para quedarnos con quienes ven más allá de esto, quienes se sensibilizan, comprenden, apoyan sin juzgar y se quedan.
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