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Foto del escritorSandrillaP

Errores

Cuando regreso al año 2009 me encuentro con una persona totalmente diferente a la que escribe hoy: compulsiva a las compras, obsesionada con el tiempo, llevando una relación disfuncional destinada al fracaso, empeñada en coleccionar títulos profesionales porque era mi forma de sentirme exitosa y alimentar un ego tonto, imponente y con poca tolerancia al prójimo. Esa persona que de seguro también tenía cualidades, nunca se propuso entender al lobo. Sabía de libros, de astrología, de geografía, de cine, de rock de los 80 pero nunca quiso leer ni preguntar mucho sobre un diagnóstico que le acompañaría para toda la vida.



Aquella negación inconsciente me hacía pasar unos días terribles. Aunque por lo general despertaba a las 4:45 am para ir a trabajar, desde que comencé a vivir con el lobo, le añadí media hora más a la rutina de vestirme, bañarme y desayunar. Era duro pararme de la cama, usar el desodorante, realizar el movimiento de secarme con la toalla, sentarme a ponerme los zapatos, entre otras acciones que podrían parecer exageradas. Pero justamente así es el lupus, una enfermedad de dimensiones inimaginables.


Un día cualquiera no pude bajarme del transporte público al llegar a mi lugar de trabajo. Las piernas sencillamente no me funcionaron. De un empujón, alguien detrás mio me bajó por la puerta trasera y quedé plantada en el suelo, estática, sin movimiento alguno y devastada de entender el punto en que esta incapacidad diaria estaba llegando.


Cruzar la calle, subir escaleras hacia el salón de clase, sostener cuadernos... en realidad era un día a día horrible. El cansancio a las 9 de la mañana era impresionante. Sudaba aunque hiciera frío, la fatiga me producía ganas de tirarme a dormir en el escritorio y la prednisolona me daba hambre. Quería comerme las loncheras de mis 20 estudiantes, acabar con las empanadas de la cafetería del colegio y tomar muchísimo líquido.


A la 1 de la tarde mi cuerpo estaba apaleado. Quería llegar a acostarme en mi cama, odiaba las reuniones en horario extra, no deseaba hablar con ningún padre de familia sobre una izada de bandera, no quería nada. Solo quería salir de ahi y que la tarde y la noche fuese eterna.


Cada día aparecían síntomas distintos. Los zapatos de tacón ya no me entraban, los dedos de los pies estaban hinchados, la uñas se caían o se partían con facilidad, pero jamás se me ocurrió preguntarle a mi médico qué sucedía, por qué pasaba esto, qué estaba haciendo yo para que trabajar se estuviera volviendo una tortura.


Jamás mi médico me explicó que tan solo era el principio. Nunca me sugirió ir a terapia, ni a controlar mis emociones, o mejorar mi estado de ánimo, a ser menos ansiosa, a conocerme, incluso no me habló de medicarme, si era necesario. Jamás. Quizá yo, en mi papel de mujer fuerte, tampoco le conté estos detalles. En mi ignorancia continuaba tildándome de floja. Recuerdo que miraba a mis compañeros con tanta energía, con ganas de hacer trabajo extra y yo solo quería llegar a dormir. Me traté muy duro, me quedé callada y asumí que todo era culpa mía y no del lobo feroz que me acompañaba.


Mi consejo para todos aquellos que apenas están transitando este largo camino bifurcado, en donde tenemos el poder de alejarnos de lo negativo o continuar con insistencia en el lugar y con las personas que no nos van a ayudar, es EXPRESEN/ PREGUNTEN/ APRENDAN.


  • Hablen con su médico, y si este es de los reumatólogos serios, poco empáticos que realizan una consulta casi mecánica, cambienlo. Hay que expresar los miedos, las dudas, dejar de aparentar una fuerza ante quien entiende este diagnóstico más que nosotros mismos.

  • Escriban, saquen sus emociones de alguna manera. Dibujen, hagan rayas, mandalas, escuchen música y canten a todo pulmón, practiquen yoga, pero encuentren cómo sacar cualquier pensamiento, angustia, intranquilidad que se siente con tanta frecuencia.

  • Muy pocos entenderán. Serán juzgados por sus padres, hermanos, pareja, mejor amigo y por la familia entera. Encuentren esa persona con la que pueden expresarse sin sentir ese dedo que les sugiere que esto lo buscamos, que somos culpables, que exageramos y que en el mundo hay cosas más graves. Quien termine siendo nuestro confidente que no juzga, puede ser un extraño, uno de los médicos, el psiquiatra, un colega o alguien que atraviesa por la misma situación.

  • Celebren los días buenos, los momentos tranquilos, la mañana en que despierten sin dolor. Así como es importante reconocer por qué duele una mano, la cabeza o cualquier otra parte del cuerpo, aprendamos a identificar esas personas, situaciones o lugares que nos generan paz y tranquilidad. Sonrían, digan palabras positivas, que los impulsen a seguir, aun sabiendo lo difícil que será.

  • Guarden registro fotográfico propio. Cuando la crisis lúpica pase y estén en otra etapa de conocimiento, será bonito recordar el inicio de este proceso. Es bueno saber que sí se pudo y se podrá, por más duro que parezca el día.

  • El lupus se alimenta del miedo. Entonces, ¿Le alimentamos? ¿Le hacemos más fuerte? Es inevitable sentirlo, pero que sea cuestión de unos minutos y ya. Aunque el resultado de laboratorio no esté normal, no olvidemos que tenemos el control. Si algo duele, si no hay fuerzas físicas o pereza, es buen momento para preguntarse qué ha estado pasando esta semana, qué dificultad o preocupación existe o qué medicamento olvidé tomar en estos días. Parar, respirar y a seguir.

Mentiría si digo que es fácil, sin embargo, en aquel 2009 donde todo comenzó, me sentía muy sola. Al ignorar tanta información y de hecho, no encontrarla con tal facilidad en la web como sí ocurre hoy, me llevó a vivir un par de años con incertidumbre e incluso pensando que pronto dejaría de tomar medicamentos y me sanaría. El conocimiento me ha aterrizado y he podido entender los límites emocionales y físicos que no debo traspasar.


Habrá días duros pero otros serán fantásticos.

Que el lupus no les quite vida.

Que los cambios que vienen les hagan más fuertes.









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