¡Con quien vine a negociar!
De alguna manera, esta fase me produce verguenza, porque fue en ella donde comprendí que esto no se arreglaría mágicamente ni que tampoco tenía la solución en mis manos.
A mayor enfado, más dolor; a mayor encierro, más dolor. Todo, desde cualquier punto de vista, lastimaba, porque negarlo no daba resultados positivos, pero enfurecerme con el mundo y su creador tampoco fue buena idea.
Fase 3: la negociación.
Mi primer intento fue acudir a alguien que pudiese ayudarme, pero comencé escogiendo a la persona equivocada. ¿Ayudarme a qué o para qué? No tenía idea qué quería o qué necesitaba, pero fue un error confiar en aquel porque más que ayudarme, me juzgó y me hizo sentir peor. ¿Qué pasaba con mi vida? Estaba rodeada de las personas menos indicadas desde hace un buen tiempo, y pretendía que todo continuara igual. Que siguieran los sentimientos negativos, que mi autoestima siguiese lastimada...¡y pretendía encontrar respuesta sanadora en ellos!
Y así, fui pasando de persona en persona, culpando al otro, sin ganas de vivir, con menos entusiasmo por mi trabajo, con más dolor físico y emocional. En este punto, vestirme por mí misma, subirme al transporte público o caminar una cuadra era totalmente agobiante. Ponerme una blusa o aplicar el desodorante era difícil, ya no podía levantar los brazos para peinarme, y podría enumerar cada tarea que se complicaba con el paso de los día.
¿A quién acudir?
Un día, literal caí de rodillas. Estaba cansada, desesperanzada y decidida a morir. No me interesaba vivir sintiendo dolor 24 horas al día. Si bien estaba enojada con el tal Dios ese, aquel a quien tanto culpé por escogerme para lanzar con furia una enfermedad sobre mi, todo señalaba que era el único que podía ayudarme a salir de este túnel. Mi plan era aliarme con el supuesto enemigo.
Ya que todo parecía perdido y entre otras cosas, mi identidad, mi cordura y mi autoestima se anularon... ¿qué me quedaba? Mi último intento por darle solución a este dolor fue hacerle caso a mi mamá: vamos a una misa de sanación. ¿Sanación en una iglesia? ¿Para sanarme debo ir a rezar? ¡Perfecto! Hagamos un trato: yo voy a la tal misa esa y usted me sana, señor Dios, ¿estamos?
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Aclaración: quien se expresa en los anteriores renglones es Sandra, la atea del 2009, la que disfrutaba entrar a una iglesia y hacer enojar al sacerdote por masticar chicle descadaramente. Esta Sandra, la de 2020, solo está describiendo a aquel ser que entre otras cosas, me produce tristeza.
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Negociar es la tercera etapa por la que, obligatoriamente debía pasar. Aunque al inicio quise entablar una negociación sencilla, en la que pretendía asistir, sentarme y salir de allí para continuar igual, Dios sí sabía cómo estaba haciendo las cosas. En su infinita sabiduría, con su bondad extrema, Él solo quería mostrarme un mundo que por alguna oculta razón, yo rechazaba. Mis planes fallaron...Hoy le agradezco a Dios su paciencia y misericordia.
A las 6:30 pm entramos a la iglesia de mi barrio, la que por años había estado allí, pero era la primera vez que pisaba. La música era tenue y las luces estaban apagadas. Mucha gente yacía inclinada, sumergida en sus plegarias, pero yo sentía que mientras entraba, ellos, algo o alguien susurraba, "míren, ahí entró esa que tanto se burla de Dios, por eso está tan enferma".
Entré cojeando porque el dolor ya me llevaba a esa postura física. Me quedé sentada con mi familia en las bancas de la esquina; quería estar escondida, no quería que me vieran. Esperaba no encontrarme con alguien conocido, ¡qué verguenza!
No pasaron diez minutos, cuando una brisa fuerte apareció. ¡Ahora va a llover!, pensé, ¡Y será una tormenta de aquellas que azotan este pueblo!
Minutos después... nunca me quedará claro que sucedió luego. Recuerdo que estaba ahí, sentada, llorando. Lloraba como si alguien muy querido para mi hubiese muerto. Lloraba sin control, no podía evitarlo. ¿Por qué lloro? Sé que me preguntaba eso, pero no sabía qué sucedía. ¿Era parte de la negociación? ¿Yo lloro y tu me cuidas? ¿Qué sucede con mi corazón? ¿Por qué siento alivio en mis brazos? ¿Por qué mis piernas ya no duelen? ¿Por qué llueve tan fuerte y me rocían esas gotas de pies a cabeza? ¿Por qué estoy caminando en perfectas condiciones ahora? ¿Por qué siento verguenza y ganas de abrazar a mi familia? ...Sí, ya ustedes saben, no es necesario explicarlo.
Mi etapa de negación fue dura, pero necesaria. Pretendí ser más inteligente que Dios. Pensé que con prometer una misa, todo cambiaría, pero fue El quien mediante una eucaristía de sanación me mostró todo lo que debía dejar atrás. Fue aquel, el primer paso para entender que la enfermedad, la tranquilidad, las emociones, la negatividad y la espiritualidad van de la mano; que no fue un castigo ni una obra de maldad de su parte; que no fui la afortunada ganadora del premio gordo del lupus de mi familia; que tener este diagnóstico, no era tan malo como parecía. Que ahora, debía mostrar mi fuerza, mi voluntad, mi amor hacia los demás pero sobre todo, hacia mí misma. Amor propio, bienvenido de vuelta.
¡Qué extrañas y únicas formas de revelarnos las respuestas tiene Él!
Sé que la Sandra de la actualidad debe aún mejorar su espiritualidad, pero vamos bien. El lupus no fue mi castigo divino, sino un plan perfecto para ser mejor persona.
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