La trampa de la vanidad
Actualizado: 12 oct 2022
Anoche estuve en un lugar muy bonito, en el que venden postres, helados, granizados, entre otras clases de comida. En familia, quisimos pasar un rato agradable aprovechando que yo me encuentro en mis mejores días. El lupus duerme tan profundamente, que pasan semanas en que apenas recuerdo que está dentro de mí.
Puede ser un día cualquiera, en el que, nada celebramos, nada trascendental hablamos, pero para mi, es sencillamente un día especial, en el que nada duele, nada aprieta, la luz no molesta mucho y me siento más liviana físicamente. Esos días que suelen pasar desapercibidos, para mi son únicos, porque de alguna forma siento que no incomodo a los otros por sentirme fatigada, ni molesto porque hace frío o calor, ni es preciso ubicarnos en un lugar específico del restaurante para que una lámpara no me produzca fotofobia. Sin embargo, la curiosidad siempre está ahí, y me gusta observar las conductas de la gente, la forma en que viven su normalidad, sin pensar que posiblemente, algún día algo les impida hacerlo.
En la mesa más cercana se sentaron dos adolescentes o quizá ya tenían 20 años. Luego de pedir, sacaron su caja de maquillaje. Se delinearon las cejas, se pusieron polvos, sombras en los ojos, pestañina, retocaban de nuevo las cejas, las cepillaban, revisaban que la izquierda y la derecha tuviese la misma medida y sacaron su labial, que de seguro se echaría a perder cuando comenzaran a comer; aplicaban rubor en sus mejillas y peinaron su cabello, que a propósito, lucía liso, planchado, sin ningún pelo suelto. Estaban perfectas, incluso sin maquillaje, por eso dudo cuántos años tenían en realidad.
Aunque llegaron después de nosotros, recibieron primero su postre. Los nuestros tardaban, tal vez porque nos excedimos en el tamaño. Lo de ellas apenas se asomaba en el plato, pero cuando finalmente nos trajeron los jarros repletos de café, chocolate, merengue y helado con chips, comenzamos a comer como si fuese nuestra última cena.
En uno de esos instantes en que olvidamos el mundo, la dietas, el conteo de calorías o si hablábamos en un tono demasiado alto, fuimos felices. Nos pasábamos las fresas cortadas en rodajas del merengón y mis sobrinos se comían las bolitas de chocolate de una malteada enorme que parecía interminable. De repente miramos a la mesa de aquellas niñas maquilladas, de piernas perfectas, cabello perfecto, celulares más costosos que el mío y de postres con menos calorías que las que recibían nuestros cuerpos hambrientos de dulce. Ninguna había probado su helado.
No estaba mal preparado, ni siquiera le habían puesto la cuchara encima. Después de que llegaron a su mesa, había iniciado una sesión infinita de fotos. Tristemente, según ellas, todas las fotografías quedaban muy mal. "Inténtalo de nuevo", decía una de ellas, mientras la otra ladeaba el celular casi encima de su rostro para que el ángulo de la foto hiciese más delgada su nariz perfecta.
"Sácame otra", le insistía, aguantando respiración, uniendo sus labios para pretender ser una Kardashian y quedándose muy quieta, estatua, momia. Pero ninguna le gustaba.
Vanidad, vanidad.
Si cuando tuve la edad de esas niñas hubiesen existido los celulares, muy posiblemente yo hubiese hecho la misma estupidez. Nos conformábamos con tomar una foto, esperar semanas para que en el fotoestudio nos la entregaran, mirarlas y encontrar a simple vista cientos de defectos. Que esta pierna se ve más gorda, que por qué no apreté el estómago, que no se ve la pulsera que estaba estrenando ese día... no había forma de repetir la foto, pero la escondía porque juraba que era terrible.
No paraba de mirar aquellas dos niñas que, tenían una piel perfecta repleta de maquillaje, ocultando miles de defectos que no existían. Ninguna foto hacía gala de su belleza real, aquella comparable con la influenciadora de moda en las redes. Su helado pudo derretirse, pero nada era más importante que tomar la foto perfecta, la que sus ojos aprobaran, la que su amiga juzgara bien, la que debía subirse a redes para que el domingo por la noche, todos supieran lo hermosa que estaba fingiendo que comía un helado llena de felicidad.
Pagamos la cuenta, y aún probaban en pequeñas cantidades mientras admiraban con ojo crítico las cincuenta y tantas fotos tomadas durante ese encuentro. En mi mente, mientras las observaba, me imaginaba diciéndoles que en unos veinte años cuando volvieran a ver esas fotos, se sentirían hermosas. Tal vez, desde un hospital, una cocina, un cuarto de hotel, otro país o una aburrida oficina, recordando cuántas palabras no se dijeron aquella noche, por culpa de la vanidad, por demostrarse mutuamente quién tenía las mejores fotos con menos filtros.
También pensaba que estas fotos les recordarían por siempre su belleza, aunque no fuese del todo real, y que cuando las primeras arrugas aparezcan, la piel luzca flácida debido al paso del tiempo y alguna gastritis, migraña o posible cáncer tambalee su autoestima, querrán que el día tenga más horas para compartir una buena charla, sin pretensiones, sin perfeccionismo, sin afanes, sin que nadie en la red se entere.
Si pudiera retroceder el tiempo o viajar al pasado, le daría un buen sacudón a mi yo de 20 años. Le exigiría que se pusiera esa falda corta porque sus piernas tienen el color perfecto; le gritaría que ni siquiera tiene sobrepeso, que de hecho, a muchos hombres no les gustan las mujeres muy delgadas y que dejara de compararse con las demás. Le diría que luciera sin vergüenza ese pantalón que hacía ver más grande sus nalgas, porque en unos años, van a caer por inercia. Le tomaría de los hombros, le diría con firmeza que no vale la pena preocuparse tanto por la belleza física y que no permita que nadie baje su autoestima debido a comentarios acerca de este tema, pues será el inicio de una eterna enfermedad controlada por situaciones emocionales, que en silencio, le impedirá no solo lucir sus piernas, sino sus brazos, su rostro y su cabello.
Ojalá aquel par de niñas no tarde en entender que la belleza física no garantiza tener al hombre de sus sueños, el trabajo ideal o la vida perfecta, si no va ligada a la belleza intelectual, la estabilidad emocional y la salud. Ojalá tanto maquillaje no les acelere su vejez; ojalá aprendan a disfrutar un helado, grande o pequeño, con una charla real, en donde el tema no sea cuál foto es la mejor. Ojalá entiendan que es probable que la pandemia u algún desastre natural inconcebible nos obligue a resguardarnos en casa nuevamente, y que la dicha de saborear un helado o tener una charla, sea solor un anhelo irrepetible.
Carpe Diem.
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