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Confesiones de una maestra

Mi vocación siempre ha estado clara, sin embargo, nunca fui tan buena en ella; no fue inexperiencia o falta de estudios, sino cierto aire de superioridad cuando estaba delante de aquellos niños, que confiaban en que su profe les entregaba lo mejor. Lo más triste del asunto es, que algunos de ellos, ya profesionales y en edad adulta, me siguen profesando un cariño que quizá no merecí en su momento. Así fue, que el lupus me hizo una verdadera maestra.



Los inicios

Fui aquella profesora adicta a la disciplina, al orden estricto de las sillas alineadas y separadas milimétricamente, a un salón silencioso que para mí significaba en aquellos años, perfección; acudía a los gritos y a sacar los estudiantes de clase cuando se me antojaba; mi relación con ellos se restringía al aula y en realidad, no me interesaba cómo eran sus vidas fuera de clase. En poca palabras, era una profesora, una docente más. Elogiada injustamente por mi nivel de disciplina y de enseñanza, lo cual cada día me hacía comer el cuento de que "todo lo que hacía, estaba bien." Lo peor, era que no entendía las diferencias de cada niño en su aprendizaje y en cuanto a la paciencia, ¿qué era eso? Me impacientaba el niño más lento de la clase, el que leía tartamudeando, el que no era capaz de acercarse a mi por miedo a esa cara gruñona y autoritaria incapaz de entender las necesidades individuales de su salón de clase.


Gracias, Sr. Lupus.

Un buen día, este señor apareció; me enseñó que así como yo no entendía por qué ese niño de atrás tardaba tanto en copiar del tablero, mis colegas en el colegio en el que trabaja en aquel momento tampoco entendían cómo una maestra que físicamente se veía saludable, era tan lenta para caminar, sudaba a chorros aunque estuviera lloviendo, se fatigaba aunque estuviera sentada, llegaba tarde al salón en los cambios de clase, se olvidaba de una reunión programada hace días, se quedaba dormida en la sala de profesores y sentía hambre aunque acabara de pasar su hora de descanso.


Sin su presencia, jamás conocería lo valioso de la empatía.

Desde que experimenté que es justo eso lo que le hace falta al mundo y desde que lo viví con mis propios compañeros de trabajo, (que incluso llegaron a comentar que fingía estar enferma para no cumplir con mis deberes) entendí que cada niño es diferente y eso no lo hace menos o más importante. Cada niño tiene un ritmo, un proceso de aprendizaje, un mundo propio que lleva a cuestas debido a la educación en casa, a las situaciones que también cargan sus papás, sus abuelos y su familia.


Pretender ser una maestra cuando por mucho, me había comportado como una profesora, (porque son dos conceptos diferentes, que no profundizaré ahora), me había desgastado en años, al punto de creerme el cuento aquel, de la disciplina mediante gritos, amenazas.... de nuevo, ¡gracias, Sr. Lupus!


A partir de ese momento, la empatía es una palabra que mantengo en mi vocabulario y aplico a diario. Empatía no solo con quienes fueron mis estudiantes, sino con quienes están enfermos, sin trabajo, con problemas emocionales, con aquellos que se niegan o se les dificulta dejar atrás lo innecesario; empatía con quienes sufren, con mis sobrinos, con mi familia y en realidad, con el mundo entero. Sin empatía, difícilmente puede llegar el afecto, la verdadera amistad, el perdón, la paz espiritual o cualquier otro sentimiento.


Ahora se me facilita identificar a aquellos que la desconocen, que aún me critican porque un día cualquiera estoy acostada porque no doy más, pero al otro estoy viajando y caminando un día entero. No es que sean amargados, (tal vez un poco), les falta empatía; solo cuando la descubran o vivan la falta de ella, podrán entender que con empatía se vive mejor.


¡Cómo no agradecerle al Sr. Lupus su presencia en mi vida!

¿Que no es la más agradable? perfecto, totalmente de acuerdo; ¿que me impide hacer todo lo que se me antoja? verdad. ¿Que me ha obligado a renunciar a mi profesión, que me ha enseñado a la fuerza que la vida es frágil, que la vanidad es innecesaria y que lo material no importa? sí, nada qué refutar.


Me alegra haber tenido la posibilidad de enmedar mi vocación y darle un final digno, siendo una verdadera maestra. Me emociona saber que sin importar el grado escolar, no volví a gritar ni a pasar desapercibido a ningún estudiante. Me llena el alma saber que ese diagnóstico que me acompañará toda la vida, también tiene su parte buena. Solo por eso, no podría decir jamás que odio al Sr. Lupus. ¡Cómo odiarlo, si me ha enseñado a la fuerza lo que debí saber hace tanto tiempo! Eso no significa que lo ame con locura, pero pude entender para qué se me apareció un buen día, así sin avisar. Y le agradezco los días malos y buenos.


Aquellos años en las aulas murieron ya, pero me honra saber que llegué a ser una verdadera maestra.








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