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Mujeres con lupus: que nadie lo sepa

Actualizado: 7 ene 2022

He conocido varias mujeres con lupus; ninguna era mi amiga ni nadie de la familia, pero llegaron a mi vida porque alguien les habló de mi o porque necesitaban un testimonio para entender la enfermedad. Llegaron por chat, en una llamada telefónica o en una reunión de amigos, y el hecho de no ser médico sino paciente con lupus, les hacía sentir sinceridad en mis palabras. Mi rol, mostrar la cara positiva de la enfermedad, demostrarles y darles esperanza a los malos momentos que atraviesan; enseñarles cómo vivir con él y no bajo su dominio. Una dura prueba para mi, que me ha permitido no bajar la guardia, a pesar de las difíciles pruebas físicas y mentales que he tenido.


Si una mujer que ha sido diagnosticada con lupus hace 6 meses, tiene su cara hinchada, está a punto de su primera diálisis y no entiende para qué son los medicamentos, se me acerca, me pregunta cómo he hecho para sobrellevar mi vida social, laboral, económica y familiar durante 12 años, tengo que ser sincera: no es fácil, pero es posible. Y entre tantas que he conocido y de tantas charlas que he tenido, escribiré la historia de algunas de ellas.


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Que nadie lo sepa.


M es una mujer diez años menor que yo, con dos hijos adolescentes y un marido que le triplicaba la edad. Fui hasta su casa sin conocerla, pero alguien quería que yo hablara con ella, porque tenía una fuerte recaída, de esas que pueden tardar años. M tenía una familia estable, sus hijos asistían a un buen colegio y su esposo, un campesino adinerado con terrenos y fincas que lo mantenían ocupado, le daba la seguridad económica que cualquier mujer podría desear. M era estilista, experta en hacer peinados, uñas, maquillaje y extensiones pero debido al lupus llevaba un buen tiempo trabajando a domicilio. Tenía una moto y en ella se movilizaba libremente a la casa de sus clientes.


A pesar de las diferencias de edades, M lucía mayor que yo; en sus manos y en su rostro se notaba que aunque tenía una bonita familia, su vida no había sido fácil. Tanto que, me confesó que ninguno de sus amigos y familiares sabía que padecía lupus, como si fuese sinónimo de lepra. Todos pensaban que sus malestares, dolores articulares, exámenes médicos e incluso, caída del cabello se debía a un cáncer de tiroides. Prefería decir que tenía un cáncer que lupus. Me impactó y hasta el día de hoy no he podido entender por qué ocultarlo.


M sí tenía un problema de tiroides y un nódulo que resultó benigno, pero transformarlo en un cáncer para justificar sus brotes lúpicos, me sigue pareciendo una locura. Como estilista, tener su cabeza con zonas sin cabello fue un duro golpe; peinarse comenzó a ser cada día más difícil y el pelo que se va renovando nos crece delgado, débil y no logra cubrir la calvicie propia del lupus. Me enseñó cómo se peinaba y recuerdo compartir con ella mis zonas de calvicie. Le conté sobre aquel dermatólogo que un día señaló que jamás volvería a crecer, le conté de mis luchas con los peinados, ganchos, colas y todo lo que había que ingeniarse, sin ser experta, para intentar cubrirse. Compartió el champú que usaba para un crecimiento más rápido y fuerte pero ante el lupus, todo es lento. Le hablé sobre la paciencia, lo que pocos tienen en una sociedad que desea todo a tiempo.


En los siguientes meses seguimos hablando por celular y un día la invité a mi apartamento para ponernos al tanto. M no aguantó la presión social de su trabajo y gastó medio millón de pesos en una peluca que se le dificultaba usar debido al casco que se ponía a diario para conducir la moto. Eso la deprimía constantemente. La ironía de la vanidad, peinar cada día melenas hermosas, alisar crespos, poner extensiones pero no poder lucir ninguno de sus talentos. Ese día le regalé uno de los tratamientos que me enviaba la dermatóloga y M no podía creer lo que tenía en sus manos; era algo que en su servicio de salud, jamás podría conseguir.


Mantener el secador en una misma posición le estaba generando dolores en sus hombros, codos y muñecas. Lo entendía a la perfección. Colgar la ropa o tender la cama se suele convertir en una labor dura, durísima que de alguna manera se termina haciendo.


Se abrió conmigo un poco más, me confesó que su esposo aunque le daba todo económicamente, la trataba con dureza. Era un señor criado en el campo que, perfectamente podía ser su padre y se ausentaba semanas por su trabajo, pero cuando regresaba, le exigía a M cumplir con sus obligaciones maritales, sin importarle sus dolores articulares, la depresión en la que se sumergía o que la autoestima, cada vez estuviese más baja, gracias a los cambios físicos propios del lupus. "Cuando él se va, me siento más aliviada", me dijo con profunda tristeza. Su esposo le dijo en más de una ocasión, que se quejaba demasiado, que eran simples excusas para no atenderlo; que él la veía bien y que ella exageraba los síntomas. Esto sucede cuando se oculta lo importante.


Sus hijos, dos adolescentes en edades rebeldes, no entendían qué aquejaba a su mamá. Físicamente, M luce bien, como suele sucedernos; M camina, sale, cocina, tiende camas, lava loza, trabaja, prepara desayunos a las carreras, se maquilla. pero el papel de sus hijos es estudiar. Poco le ayudan en casa y ella tampoco les exige mucho.


Su decisión de mantener en secreto una enfermedad crónica, me parecía insólito. Una enfermedad que no se sabe a ciencia cierta cómo frenarla. Una enfermedad que estará ahí, por siempre. M no sabía muy bien de qué se trataba, y aunque insistí en que les contara, su rostro reflejaba una angustia terrible. ¿Debilidad? ¿Compasión?


Con el tiempo, nos fuimos alejando. Quizás le incomodó mi insistencia en abrirse con respecto a la enfermedad; tal vez se resignó a su vida, a continuar con su rutina, a vivir internamente y sin compartir su dolor con otros que también lo padecemos y que podemos entenderla; probablemente creyó que mi positivismo era exagerado, o tan solo no sintió ganas de volverme a ver.


Sin importar la razón, no dejo de pensar en lo que debe sentirse vivir una enfermedad crónica en soledad. Aunque es poca la gente que finalmente llega a entender un 50% de lo que nos sucede, hablar, expresar, sacar, sanar, es necesario.


No sé cuántas recaídas haya sufrido M en estos tres o cuatro años, o si por fin encontró un equilibrio entre tratamiento / familia / estabilidad emocional. No sé si continuó gastando sus energías como estilista para sentirse útil o priorizó su tranquilidad.


Donde quiera que estés, M, no olvides que tienes el control.








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