Última palabra
Actualizado: 2 jul 2021
Es increibe pensar en un pediatra al que le moleste el llanto de un bebé o en un reumatólogo que crea que el dolor causado por una enfermedad crónica es fingido o exagerado. Pero existen.
Cada médico es distinto. Algunos buenos, otros mejores, y en pocos casos, preferiblemente no mencionarlos. Cuando me preguntan quién es el médico al que le tengo más cariño y cuál es aquel que no quisiera volver a ver, me sucede algo similar a cuando pienso en ese maestro que dejó huella en mi y en aquel al que solo me acuerdo de su apodo. La diferencia está en su trato, cercanía y empatía. Al primero se recomienda, al segundo, se desea no verlo jamás.
El caso del médico que dio la última palabra.
La alopecia se convirtió en un problema desde que padezco lupus. La manera tan singular en que hace caer el cabello, es ridículamente única: por parches. Ni siquiera se termina de caer sino que hay espacios en blanco por diferentes zonas de la cabeza. Para una mujer, es muy difícil. Nos encanta tinturarnos el cabello, cortarlo, inventar peinados y con el lupus los salones de belleza son un lugar de poca frecuencia.
Hace unos años, a una zona muy notoria de mi cabeza no le crecía cabello. Se cayó y se negaba a brotar al menos un pelito cada dos meses. Me remitieron donde un dermatólogo, supuestamente de amplia experiencia en la ciudad. El médico era calvo, y no por tener la cabeza rapada; su calvicie era parcial.
Luego de la previa revisión me hizo una biopsia de cuero cabelludo. Aún recuerdo el dolor de la anestesia, una aguja que sentía que me atravesaba hasta el cerebro. Con media cabeza dormida, cortó el pedazo de piel, de una zona que aún mostraba algunos pelitos muy débiles. A los pocos días, luego de su análisis, llegué a su consultorio con la ilusión de encontrarme con un buen tratamiento. Quizás un implante capilar, un tónico estimulante y una noticia alentadora que me devolviera la esperanza.
En cinco minutos o menos, me sentó y me dijo directamente estas palabras que, como aquel profesor que nos dio un castigo ejemplar, tampoco olvido: "la biopsia muestra ausencia de folículos. Es mejor que se haga a la idea de que jamás le saldrá cabello. Mejor dicho, vaya cómprese una peluca, un gorro o rápese la cabeza pero no hay más que hacer".
Lo dijo. Última palabra y punto.
Ahí estaba yo, una mujer joven y vanidosa escuchando una sentencia sin filtros. "¿No hay solución? ¿Ningún tratamiento, tónico, algo? No importa si es costoso". Aguanté tanto como pude las ganas de llorar, pero finalmente el desaliento me ganó.
Aquel dermatólogo, al que solo le recuerdo la cabeza parcialmente calva, remató y finalizó la consulta recordándome que "llorando no le va a crecer pelo, hágase a la idea que nunca lo tendrá".
Creo que más que la noticia, me dolió su falta de empatía. Pensaba también, que si ni él mismo había logrado que le naciese pelo, yo no le importaba mucho. Me costó dejar de llorar.
Prometí que le haría tragar sus palabras.
Un año después, tuve mi cabello largo, hermoso, tinturado, como de portada de revista. Demostré que un diagnóstico no es definitivo. Y aunque hoy, el lupus siga molestando mi cabello, crece lentamente. Algún día volverá a cubrir cada espacio en blanco; sé que creció, vuelve a crecer, sigue creciendo y volverá a hacerlo.
Tengo una hermosa dermatóloga, ante todo con una empatía enorme. Congeniamos desde el primer día y me ha hecho infiltraciones capilares que han dado fruto. ¡Siempre sale! ¡Mis cabellos siempre salen!
Y aunque el lupus es jodido y regresa a atacar las zonas ya sanadas, sé que puedo reconstruirlas una vez más. Solo espero que ese dermatólogo (del que olvidé su nombre) no haya causado en otras mujeres y pacientes una tristeza tan profunda que les impida creer que existen otros conceptos y de hecho, médicos mejores. Ojalá en su vida, de alguna manera, aprenda que la empatía deberia ser una de las cualidades básicas de un médico y de cualquier ser humano.
Cuántos han destrozado las esperanzas de una mujer por declarar que jamás podrá embarazarse o por afirmar que su corazón con falla cardiaca nunca volverá a mejorar o que llorar por la pérdida de un ser querido no le devolverán la vida. ¿Es la última palabra?
En cualquier profesión, ser el peor no es precisamente ser el que menos sabe; con el mero despotismo, antipatía y soberbia, se gana el primer puesto.
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